Los efectos del Neoliberalismo | Laia Estrada
Article publicat a El Periódico.
El neoliberalismo se encargó de garantizar que, después de la crisis de los 70, los grandes capitales no dejasen de acumular beneficios a costa de privatizar los bienes y servicios que hasta entonces habían sido públicos. Acumulación por desposesión, lo bautizó David Harvey. En aquel momento, igual que ahora, las privatizaciones no se llevaron a cabo para garantizar una mejor gestión, sino que única y exclusivamente se buscaba explotar nuevos nichos de negocios que hasta el momento estaban a salvo de las zarpas de la mano invisible.
En aquel tiempo, para asegurar la menor resistencia posible a las oleadas privatizadoras, la doctrina del shock adoptó múltiples variantes. Desde la imposición de ladrillos vía golpe de Estado en las periferias, como es el caso de los países latinoamericanos, hasta conflictos bélicos inventados con objeto de situar el enemigo fuera de casa, como ocurrió en el Reino Unido. Y, paralelamente, como si se tratara de un mantra, se repitió una y otra vez la idea que la gestión pública era peor que la privada, hasta convertir en dogma la necesidad de privatizar todo aquello que fuera susceptible de generar suculentos beneficios económicos.
El caso catalán
En Catalunya recordemos que esta política, aplicada a raíz de la firma del Tratado de Maastricht y del proceso de integración europea, no solo significó la liquidación del Estado del bienestar siguiendo las directrices del Fondo Monetario Internacional, sino que supuso la imposición de la nueva gestión pública en nuestros servicios públicos: un modelo que ha conllevado corrupción, opacidad, carencia de control público, generación de unos modelos clasistas que excluyen a las clases populares de sus derechos y un largo y triste etcétera.
Así, décadas más tarde, una vez evidenciados los nocivos efectos de la doctrina privatizadora, desastrosos en todos los sentidos, cuando formaciones políticas y entidades que no se embolsan ni un céntimo de las grandes concesionarias ni se intercambian favores con ellas levantan la voz para decir basta, los partidos de orden, leales y obedientes a su principal mandato, levantan también la voz y actúan, haciendo pinza con las transnacionales, para obstaculizar el camino que llevaría a acabar con sus beneficios.
En nuestros municipios, día a día, comprobamos el cinismo de quien afirma que la gestión externa no atenta contra el carácter público de un servicio. Una característica central de un servicio público es la universalidad, es decir, que toda persona independientemente de su nivel de renta pueda tener acceso a este; pero hablamos de pobreza energética cuando, por ejemplo, Sorea corta el suministro de agua a una familia. O hablamos de la triple lista de espera sanitaria que motiva que quién se lo pueda permitir se ahorre años de sufrimiento costeándose una mutua privada o pagando directamente de su bolsillo una intervención.
Igualmente, en nuestros pueblos y ciudades se hace patente que los servicios externalizados que se llevan las mayores partidas presupuestarias son los que sorprendentemente menos se fiscalizan por parte de gobiernos que prefieren mirar hacia otro lado, a pesar de que sea obvio que los contratos se incumplen eficazmente. Y cuando hay gobiernos municipales con ganas de velar por una correcta prestación del servicio, las concesionarias se inventan querellas eficientemente.
Es evidente que el debate de remunicipalización frente a privatización, o bien de gestión directa frente a gestión externa, encubre un conflicto social y unos intereses económicos de unas élites económicas extractivas a expensas de la mayoría de trabajadoras y trabajadores que pagamos los impuestos. Esconder el carácter ideológico de este debate, sea cual sea la posición que se adopte, es tramposo. Por un lado, una mejor administración de los recursos disponibles para prestar el mejor servicio posible y sin precarizar las condiciones laborales de las plantillas es perfectamente factible desde la gestión directa, con una evaluación y fiscalización adecuadas. Y por otro lado, solo hay que recordar que hace pocos meses un informe del Tribunal de Cuentas Europeo criticaba duramente la participación privada en infraestructuras y servicios públicos y recomendaba a los estados miembros que no promovieran modelos públicos-privados. Es decir, el debate no radica en "la eficiencia o la eficacia", sino que la cuestión es que con una gestión directa las grandes concesionarias, los amiguetes, no sacarían tajada.
"Comprobamos día a día en los municipios el cinismo de quien afirma que la gestión externa no atenta contra el carácter público de un servicio"